Hoy en Chile cuando los medios y la opinión pública hacen referencia a la inmigración, el punto de partida suelen ser las cifras: cuántas personas han llegado, su origen, cuál será el aporte o los supuestos problemas que conlleva su llegada. Desde el punto de vista de la regularización de su residencia en Chile, el foco siempre está en las trabas y requisitos de orden legal y administrativo que se han establecido para el ingreso en frontera y permanencia en el país. Es en este punto, en donde se configuran movilidades migratorias diferenciadas, marcadas por un trato desigual y muchas veces discriminatorio, asociadas al país de procedencia, el color de la piel y los motivos migratorios que acompañan a las personas, familias y comunidades. Si bien el derecho internacional reconoce que los Estados pueden establecer mecanismos de control de ingreso a su territorio y salida del mismo, siempre dichas políticas deben ser compatibles con el respeto y protección a los derechos humanos. Se ha observado como el tipo de control ejercido en los últimos años, si bien ha disminuido los flujos migratorios a nivel total, también ha conllevado maneras de migrar más precarias, como también irregularidad de frontera. Esta misma irregularidad de frontera ha traído consecuencias tremendas para quienes migran, y también para las comunidades que reciben, especialmente en el norte de Chile.
Sin duda el movimiento migratorio a Chile constituye un desplazamiento con un sin número de desafíos, reconociéndose varias fronteras que deben cruzar al migrar: fronteras físicas y fronteras simbólicas. De ese modo no son solamente las fronteras geopolíticas de los estados nación, están también las fronteras culturales, sociales, simbólicas, territoriales, idiomáticas, las de la piel, y que contribuyen en configurar una permanente situación de fragilidad en las vidas de la población migrante en Chile que conllevan precariedades y exclusiones.
Hoy nos enfrentamos a una situación sin precedentes en nuestra historia republicana, contamos con la versión final de la propuesta de constitución escrita con paridad, pueblos originarios y cuyos miembros fueron elegidos democráticamente. Es un texto que además consagra derechos sociales para todas las personas que habitan el territorio y desde ese punto de vista se abre uno de los desafíos más importantes que supone la migración: la integración e inclusión. Ello porque la movilidad es un fenómeno que llegó a nuestro país para quedarse, es parte de nuestra realidad y un reto en materia de derechos de las personas en un sentido amplio. De modo que es fundamental pasar del conteo, los datos, los trámites administrativos, las dificultades y los obstáculos que viven y atraviesan, para pensar y trabajar en una sociedad que reconozca sus derechos y aseguren la cohesión social presente y futura. Hacerlo no significa anteponer unos derechos sobre otros, como se ha querido afirmar desde ciertos discursos, sino reconocer el legítimo derecho a ellos y su reconocimiento. Sin embargo, este tránsito es todo un desafío, no sólo en materia de ley sino en la vida de los/as chilenos/as, en la interacción cotidiana y en las relaciones sociales de todo tipo. En definitiva, trabajar por la inclusión implica hacer frente a todas las ideologías que promueven el odio o que inferiorizan a el/la extranjero/a, como la xenofobia, el racismo, la sexualización, el clasismo y la aporofobia. En la práctica supone pensar en una nueva forma de sociedad que supera las jerarquías, las dominaciones y ve en el otro/a como una persona legítima. Esto no ocurrirá de un día para otro, será un proceso largo, que va desde trabajarlo en los planes de Formación Ciudadanas, hasta en la vida cotidiana, pero es un horizonte en el que debemos pensar y propender: esto implica diálogo, escucha e intercambio entre las comunidades que conforman esta larga y angosta faja de tierra independiente del lugar de nacimiento.
¿Por qué lo planteamos como un desafío en el actual escenario? Porque no se trata sólo de una carta fundamental y de leyes, sino de un cambio cultural individual y colectivo que nos afecta a todos. Así, cuando hablamos de inclusión somos conscientes de la necesidad de aceptar y propiciar la convivencia con otro/a diferente y reconocer que de esa relación aprendemos mutuamente. Nos invita a compartir experiencias, miradas e interpretaciones diversas reconociéndonos como iguales en dignidad de derechos. Y más aún, nos interpela a trabajar por la sociedad que queremos de acuerdo a valores mínimos como el respeto, la empatía y el reconocimiento de las diferencias y de los derechos humanos como punto central.
Sin duda estamos en una coyuntura sin igual, una gran oportunidad, y también una gran posibilidad por avanzar hacia una sociedad más democrática y justa en un sentido amplio e irrestricto de la palabra. Esperamos que en un futuro próximo ya no contemos migrantes, ni problemas ni trabas, sino hablemos de personas y comunidades que conviven de manera armónica y cohesionada. Nos parece que al menos ese debería ser el horizonte al que deberíamos apuntar.
Fuente: The Clinic