Una plataforma del Servicio Jesuita a Migrantes
Conchita de la Corte
Jefa Regional SJM Antofagasta
Opinión
/ 10 de Agosto 2020
Entre la pandemia por Coronavirus y el retiro del 10% de los fondos de pensiones, puede que, para algunos, la tramitación del proyecto de Ley de Migraciones esté pasando desapercibida. Sin embargo, todos y todas queremos un Chile donde la salud o un trabajo digno no sea el privilegio de unos pocos, sino un derecho de cada uno de los ciudadanos. Ahí también debe estar incluido el millón y medio de migrantes que ha elegido, voluntaria o forzadamente, vivir en este lado de la cordillera.
Nos encanta decir que Chile es un país muy avanzado, muy “europeo” y otros tantos calificativos, aparentemente positivos, que quieren hacer la diferencia con los vecinos menos desarrollados. Sin embargo, por contra, cuesta trabajo tener una mirada más propia de los países donde se reciben y acogen a las personas migrantes y refugiadas, especialmente cuando se trata de reconocer sus derechos.
Parece mentira, pero a la hora de discutir el proyecto de ley migraciones, uno de los puntos más controvertidos está siendo reconocer el derecho de las personas migrantes a recibir ayudas a las que sí acceden chilenos y chilenas. Desde un primer momento, se ha establecido un requisito de dos años de residencia para acceder a prestaciones que suponen transferencias monetarias, es decir, por ejemplo, una familia que lleve un año trabajando y pagando impuestos y cotizaciones, que cumpla los requisitos generales para recibir el Subsidio Familiar, no podría acceder por no llevar dos años de residencia. Lo mismo podría pasar, por ejemplo, con el subsidio al empleo joven o el programa de atención domiciliaria para personas con dependencia severa. ¿En qué se basa ese criterio? En la discriminación injustificada.
Para ser justa, hay que reconocer que en las últimas discusiones, se ha aprobado por fin que esta limitación de dos años no se exija a niños, niñas y adolescentes. También se aclaró que no afectaría el acceso a programas contributivos como la indemnización por accidentes laborales. Desde el Servicio Jesuita a Migrantes, valoramos mucho este pequeño paso, pero es insuficiente.
Parece que el impedimento mayor es el “coste” al Estado. Pero se nos olvida, por momentos, el gran aporte al fisco de las personas migrantes no sólo a través de los impuestos directos como el IVA o las cotizaciones, sino con los gastos asociados a la regularización migratoria: 397.410 millones por concepto de impuestos y pago de multas sólo en 2019 (según la información de la Subsecretaría del Interior y Servicio de Impuestos Internos).
Todos somos iguales ante la ley y por tanto, debemos tener los mismos derechos. Así, insistimos en la necesidad de eliminar el requisito de los dos años y determinar individualmente, en cada uno de los programas implicados, y por vía administrativa, dicha exigencia.
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