Una plataforma del Servicio Jesuita a Migrantes
Michelle Viquez,
Directora Social del SJM
Nicolás Rojas Pedemonte
Director del Centro Fernando Vives SJ, de la U. Alberto Hurtado.
Opinión
/ 21 de julio 2020
La pandemia pone en riesgo de caer bajo la línea de la pobreza y la indigencia a millones de personas en la región. Es cierto que el virus no discrimina en su capacidad de contagio, pero sus impactos sociales no afectan a todos y todas por igual. El Covid-19 tiene rostro de desigualdad.
Ante la crisis, los Estados enfrentan el desafío sanitario, pero también social, de proteger a las poblaciones más vulnerables. En Chile la principal herramienta para focalizar los recursos y las medidas de protección es el Registro Social de Hogares (RSH). Sin embargo, es tal la magnitud de los impactos, que este mecanismo se torna insuficiente, dejando en desprotección a diversas poblaciones en riesgo, entre ellas aquellos sectores más vulnerables de la población migrante.
Frente a una pandemia que parece haber llegado para quedarse por un buen tiempo, las preguntas centrales deberían girar sobre la sostenibilidad social frente a la crisis, entendida como la capacidad de las sociedades y de los sistemas de protección de proveer y sustentar en el tiempo el bienestar de toda la población. En esta línea, los impactos sanitarios y sociales de la pandemia pueden ser una bola de nieve si el bienestar y la protección que se provee son momentáneos, pero también si son exclusivos para algunos.
Aun cuando el INE estimó en diciembre del 2019 que 7,8% la población en el territorio chileno era migrante, el RSH en mayo registraba apenas 398.253 personas extranjeras, representando solo 2,9% del total de personas inscritas. Sin duda, no toda la población migrante se encuentra en situación de vulnerabilidad y, en efecto, 60% se encuentra especìficamente en el tramo de mayor vulnerabilidad según este registro. Lo preocupantes es que la población migrante estaría subrepresentada en este registro, pues las personas migrantes también están expuestas a desempleo, hambre, enfermedad, endeudamiento, e incluso situación de calle. Muchas de ella están enfrentando la crisis –excluidas del RSH– sin ningún tipo de protección social, lo que se torna aún más adverso si no se cuentan con otras redes de apoyo, familiares o comunitarias a su alcance.
El dolor humano es difícil de cuantificar, sin embargo, desde abril el Servicio Jesuita a Migrantes (SJM) ha atendido –con la ayuda de la plataforma MigraApp- más de 10.000 personas migrantes, siendo testigos de la crudeza de la crisis actual y la profundidad de su impacto económico y social. En esta labor, se ha apoyado a personas y familias migrantes que no califican para ningún tipo de ayuda, que ni siquiera saben qué es el RSH o que no pueden ni podrán acceder a él por falta de documentación. La cobertura y recursos de las organizaciones de la sociedad civil son muy limitadas, pero son quienes están llegando a donde el Estado hoy no llega.
En medio de esta pandemia se hace evidente que nuestra salud y bienestar depende de lo que pasa en nuestros entornos y comunidades. Hoy la vida, la salud y el bienestar de “el otro” debiese cobrar valor, superando las arbitrariedades de aquella “necropolítica”[1] que define quiénes merecen sobrevivir y quiénes son descartables. Esta crisis es una oportunidad para cuestionarnos profunda y éticamente sobre la sociedad que hemos construido y en la que queremos vivir. Debemos partir ajustando las políticas sociales y sus trabas burocráticas a los compromisos internacionales y constitucionales sobre derechos humanos asumidos por el Estado, sobre todo en tiempos de catástrofe.
No se trata de privilegiar hoy a la población migrante, sino de enfocar la mirada en quienes enfrentan la crisis pandémica con mayor desventaja. Se trata de desplegar políticas que no dejen a nadie atrás, ni profundicen las exclusiones. El virus nos ha enseñado que solo desde lo colectivo saldremos adelante. Proteger a la población migrante es proteger al país. En lo inmediato, se trata de reducir la propagación y en el largo plazo, de fortalecer nuestra comunidad política con aquel bienestar y protección social que genera paz y sentido de pertenencia.
Destinar recursos a la protección social siempre será inversión y ejercicio de justicia y derechos. Sin embargo, nunca está demás recordar que 86% del total de los migrantes en Chile es población económicamente activa (INE, 2019), que –según datos de 2019 solicitados a DIPRES, SII y Ministerio del Interior (Anuario 2019. Migración en Chile. SJM/Avina)- aportan 60% más en impuestos a la renta ($397 millones) que lo que reciben en gasto social ($243 millones) y que muchos ocupan posiciones fundamentales en la primera línea del sistema sanitario y en el sostenimiento de tareas y servicios esenciales del país. Muchas veces desde empleos precarizados, que la propia población chilena rechaza, los trabajadores migrantes permiten hoy que ciertos sectores de la población puedan enfrentar la pandemia desde la seguridad de sus casas. No debiese ser necesario destacar el valor y el aporte de la población migrante, pero a veces se nos olvida, y es grave cuando ocurre mientras se diseñan políticas. Cuidemos a toda la población que habita el territorio nacional, o el camino de salida será aun más largo y duro.
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